lunes, 24 de abril de 2017

La risa en la literatura española _ COSMOVISIÓN CÓMICA


La risa


     Entender el origen, los componentes y los mecanismos de ese enigmático fenómeno que denominamos risa ha sido algo que ha inquietado desde siempre a los hombres. Las teorías sobre la risa (biologicistas y evolucionistas o del instinto, de la superioridad, de la incongruencia, de la sorpresa, de la liberación o alivio a la tensión psicoanalítica...) se amontonan en los libros de ciencia.
     Al igual que la literatura, la risa parece ser una controlada y gratificante liberación momentánea de las restricciones y coerciones que diariamente nos son impuestas. Regresión -no patológica en cuanto controlada- a formas infantiles de pensar y actuar que nos propone algo así: «Lo importante es pasar el rato. Vamos a permitirnos, juntos y de una manera socialmente admitida, huir de lo convencional. Excepcionalmente, valen la obscenidad, la agresividad o el absurdo». La participación en la ilusión cómica permite liberar los deseos reprimidos del inconsciente y reducir la ansiedad. La risa liberadora es, por tanto, un fin en sí misma (sospechemos de quien trate de justificarla. Creo que fue Jorge Guillén quien dijo: «No se puede jugar y juzgar al mismo tiempo»).
     La risa cumple unos fines de gran utilidad para la especie humana. En primer lugar suministra un cauce indirecto, socialmente aceptado, para la exteriorización de la agresividad y la sexualidad (Freud: El chiste y sus relaciones con el inconsciente, 1905). En su función social -se ríe siempre en grupo-, la risa sirve para reducir tensiones y conflictos y, a la vez, para reafirmar normas y jerarquías. El grupo ridiculiza tanto a los que las desobedecen como a los que se esclavizan a ellas. La risa se acerca al sermón, al tirón de orejas, a la regañina cuando de lo que se trata es de recomendar al excéntrico la vuelta al redil (Henri Bergson: La risa, 1899). El grupo se reafirma por la risa atacando a víctimas propiciatorias, a chivos expiatorios (miembros de grupos minoritarios o de otras razas, locos...) y se defiende por ella, asimismo, de sus miedos: el poder, la enfermedad, la guerra, el hambre, el dolor, el ridículo, la pobreza, la muerte. El llamado humor negro o la autoirrisión forman parte de este sistema de defensa. La literatura de signo ingenioso muestra cómo la momentánea liberación de las cadenas de la lógica, después de la superación de -10- alguna pequeña dificultad lingüística, puede también proporcionar placer, dando lugar a una risa de tono más bien intelectual.
     Ante el peligro siempre presente de tomar en broma lo que es en serio y viceversa, la crítica literaria suele evitar la discusión sobre los problemas teóricos que acarrea la literatura cómica. Quizás por eso todavía está por aplicar al terreno de lo literario buen número de investigaciones sobre la risa efectuadas en los campos antropológico, psicológico o sociológico.
     Frente al tradicional enfoque ahistórico, idealista, pensamos que la risa ha de ser estudiada en el marco de la historia cultural y de las mentalidades. Cada siglo se ríe de los anteriores; cada grupo, de los otros; cada clase social, de las demás; media humanidad, de la otra media. Por ello la risa es privilegiado documento que nos habla de la visión del mundo de cada grupo y cada época.
     Para delimitar lo Cómico como universal de representación literaria, para hallar la Gramática de lo Cómico, habremos de unir al estudio detenido de la risa a lo largo de la Historia las aportaciones de la Crítica Literaria y de la Teoría de la Literatura. Habrá que evitar la aplicación mecánica de criterios tan poco fiables como el geográfico (risa andaluza, catalana, gallega, castellana...) o el nacionalista (risa española, inglesa, italiana...). Se deberá también huir, en la medida de lo posible, de definiciones formales, reduccionistas y empobrecedoras, ajenas a cualquier consideración histórica.
     La Historia deberá darnos explicaciones globales sobre cuestiones aún insuficientemente exploradas: la cambiante relación dentro del jerarquizado sistema literario entre los géneros serios y los no serios; la razón de que dichos géneros, normalmente marginales, sean sistemáticamente despojados de cualquier prestigio por la institución literaria; la subordinación jerárquica dentro de los mismos géneros cómicos en cada época; la necesidad que han tenido los escritores cómicos de defender sus obras, de justificar sus heterodoxos atrevimientos literarios, arropándolos desde la Edad Media en la utilidad moral o didáctica y más recientemente en la utilidad política y social; las etapas en las que predominó una concepción de la literatura como deleite y juego o bien como enseñanza y moralización; la distinción entre la risa rural y la urbana; las relaciones entre risa y clase social, etc.

El texto cómico

     Entenderemos por texto cómico, muy a grandes rasgos, aquel que persigue provocar la risa o suscitar la sonrisa, produciendo en este último caso una comicidad atenuada, mezclada con sentimientos de simpatía, ternura, etc. 
     Para su análisis, que exigirá replantear muchos problemas tradicionalmente mal resueltos, habrá que superar el nivel de la palabra, la locución, el modismo fraseológico o la oración, para alcanzar el nivel textual, labor en la que colaboran hoy, junto a las distintas tendencias de la lingüística formalista, la Lingüística del Texto o la Pragmática.
     El texto cómico exige constante capacidad de innovación, de originalidad para provocar la sorpresa. En la literatura cómica cada autor es una isla, un individualista que nunca crea escuela, que carece de seguidores, al no valer para la risa fórmulas ni recetas. Cuando lo cómico busca convertirse en género pierde su encanto, su frescura. Carlos Bousoño ha destacado cómo la literatura burlesca se anticipa, a veces en muchos siglos, en el descubrimiento de procedimientos novedosos, a la literatura seria.

     Esta clase de textos ha de conjugar asimismo dos técnicas complementarias: el énfasis, que implica procedimientos de selección, exageración y simplificación y, en las formas superiores de la risa, la economía (inteligentes insinuaciones o alusiones oblicuas que eviten el ataque frontal).
     En el texto cómico el tono surge normalmente de un marcado contraste entre lo que se cuenta y el cómo se cuenta. Lo ideal para la risa es una momentánea anestesia del corazón (Bergson), es decir, la ausencia de implicación emocional en el lector, la falta de compasión hacia la víctima del ataque ridiculizante (cuando alguien sufre una caída, la risa surge espontánea en los espectadores, siempre que estos no dejen intervenir a la compasión). El personaje cómico ha de estar lleno de raras manías y ridiculeces, ante las que el lector pueda sentirse superior («Soy mejor que él, no tengo sus defectos»). El fin del texto cómico es lograr la máxima distanciación evitando a cada instante la identificación del lector, pues si se conoce demasiado a un personaje cabe simpatizar con él («Soy como él»), ya que nadie se ríe de aquello que admira. Don Quijote hacía llorar de risa a sus contemporáneos porque era un sujeto extraño, estrafalario y chocante con el cual no cabía identificación posible.
     En general, la risa suele surgir a través de: personajes inverosímiles, muy tipificados y nada psicologizados; el narrador omnisciente, que observa a sus criaturas con malicia y frialdad, desde fuera, como si fuesen marionetas; la suma de incongruencias (visuales, conceptuales o lingüísticas); lo superficial frente a lo profundo (la crítica acusa a menudo al texto cómico de falta de profundidad, cuando es algo casi consustancial al mismo); el dinamismo frente a la parsimonia; la levedad frente a lo pesado; lo intelectual frente a lo emotivo...
     En El acto de creación (1964) Arthur Koestler usaba, para acercarse a la esencia -12- de lo cómico -llave para él de todo el proceso creativo-, el concepto de bisociación. Toda la Lógica o la Gramática de lo cómico consiste, según este autor, en el choque entre dos códigos de reglas o contextos asociativos mutuamente excluyentes de modo tal que hemos de percibir la situación al mismo tiempo en dos marcos de referencia incompatibles entre sí, contrastantes, imponiéndose en un contexto algo que pertenece a otro. Lo cómico juega a hacer chocar el sentido y el sinsentido; lo lógico y lo ilógico; lo exagerado y lo normal; lo que se dice y lo que no se dice; la lógica profesional y el sentido común; el sentido literal y el sentido metafórico; los hechos y las palabras; los hechos y el tono en que son contados... Es decir, cualquier par de matrices entrelazadas entre sí y con una gota de agresividad o malicia en la mezcla.
     La lectura de un texto cómico es, pues, un excelente ejercicio mental: la atención ha de estar a la vez en dos códigos, sistemas o universos significativos. Frente al pensamiento disciplinado, el pensamiento creativo opera siempre en más de un nivel simultáneamente. Koestler empareja lo Cómico con el Arte o la Ciencia: una caricatura, una metáfora o una investigación científica buscan analogías inéditas, son actividades combinatorias que contactan zonas de conocimientos y experiencias previamente separadas, juegan a ensayar híbridos, a explorar fronteras, a hacer entrar en colisión dos universos para observar qué es lo que ocurre.

Lo cómico y sus variantes

     En la historia del sistema literario la comicidad suele traducirse lingüísticamente en una lista abierta de categorías estéticas, que tienen en cuenta tanto lo representado como el modo de representación: la parodia, la sátira, la ironía, el humor, lo tragicómico, lo bufonesco, lo gracioso, lo grotesco... Asociadas a ciertos juegos comunicativos, a ciertas actitudes y técnicas literarias, tales categorías intentan matizar los muy variados tipos de risa o sonrisa posibles. Para saber de qué hablamos realmente cuando las utilizamos, repasemos a continuación algunas de las más usuales, teniendo en cuenta lo difícil que es hallarlas en los textos en estado puro y lo que de peligroso tiene cualquier simplificación pedagógica:

     La ironía no consiste en dar a entender algo mediante la expresión de lo contrario, pues no parece razonable decir lo contrario de lo que se quiere decir y con el riesgo de no ser entendidos. Es, en cambio, un juego comunicativo por el que se da a entender que no se dice lo que se dice. Se expresa algo más, que puede ser diferente o contrastante. La ironía logra el distanciamiento del lector frente al texto, le hace sentir su doblez, le obliga a mirar críticamente lo que allí se dice y ha de ser sustituido -13- por otro sentido distinto. Su uso sólo es posible tras un previo pacto de complicidad, un guiño de inteligencia, entre autor y lector. A veces sólo al finalizar la lectura nos damos cuenta de que el escritor ironizaba, lo que nos obliga a una relectura, ya con plena complicidad en el juego de trastocar e infringir normas y códigos lingüístico literarios y sociales institucionalizados, frente a los que el ironista lleva a cabo su ataque-defensa. La ironía es una excelente gimnasia sobre el lenguaje y su eficiencia, sobre los usos a que someten al lenguaje sus usuarios. Suele ser una risa de tipo reformista, que enfrenta críticamente las ideas del autor a las personas, las cosas y las costumbres, para mostrar cómo lo real dista ridículamente de lo ideal. Si en la lengua hablada la ironía es fácilmente reconocible, no sucede así en la escrita. Son algunas de sus marcas: sobreentendidos, presuposiciones que parecen ignorarse, connotaciones de un término que no van con la atmósfera del marco textual en que aparece, juegos entre el sentido literal y el figurado, etc.

     La parodia es una imitación burlesca -no sin fuertes dosis de admiración por el texto parodiado en algunos pastiches-, que exige una alta destreza estilística y un alto grado de conciencia de la noción de género literario (ya los formalistas rusos señalaron cómo los géneros literarios evolucionan por parodias sucesivas), recalca lo artificial de las convenciones del género manipulado y acostumbra a bromear con sus procedimientos literarios desgastados tras una manida reiteración. La risa surge en la parodia de la constante confrontación por parte del lector entre el texto parodiante y el parodiado. Comicidad por contraste, todo lo degrada: lo noble es vuelto vulgar; el respeto, irreverencia; lo serio, burla; la dignidad del héroe es rebajada al señalarse su sujeción a las necesidades fisiológicas corporales comunes al resto de los mortales. En la literatura española tenemos abundantes textos paródicos. Cervantes parodia en el Quijote, sobre todo en sus primeros compases, las novelas de caballerías. Graciosa parodia del teatro modernista en verso es La venganza de don Mendo, de Pedro Muñoz Seca, y de los dramas románticos del siglo XIX, Angelina o el honor de un brigadier, de Enrique Jardiel Poncela.

     La sátira está en el límite duro de la ironía (alguien la ha llamado ironía militante). Aunque cercana a la invectiva y el ataque personal, en su afán por reformar los usos y las costumbres sociales suele decir el pecado y silenciar al pecador. De lema ridentem dicere verum, decir la verdad riendo, la sátira supone una rígida postura moral, que divide al mundo en buenos y malos. En España se escribieron pocas sátiras según el modelo clásico, el horaciano. Desde el Renacimiento el espíritu de este género literario creado por los romanos buscó nuevo cauce en multitud de formas: sonetos burlescos o morales, epigramas, etc.

     El sarcasmo aparece cuando quien escribe cree que el lector no va a ser su -14- cómplice desde el principio, por lo que tratará de persuadirlo exagerando los rasgos del asunto abordado. Se hace sarcasmo cuando se supone que no va a ser captada la simple ironía. Se abusa de lo cáustico y lo mordaz, de la burla grotesca. Un uso ejemplar del mismo puede verse en la novela Tiempo de silencio de Luis Martín Santos.

     Lo lúdico -sinónimo de juguetón, travieso o festivo- es aquello que invita al regocijo y acostumbra a usar abundantes juegos de palabras además del absurdo y el sinsentido.
     Lo grotesco aplica un principio de deformación consistente en la mezcla de géneros y estilos y supone un equilibrio inestable entre lo risible y lo trágico. En un intento por reflejar la condición humana en todas sus contradictorias manifestaciones, lo tragicómico, género también mixto, une la risa y el llanto. En la literatura europea, el primer ejemplo importante de esta mezcla, tan del gusto del hombre moderno, es La Celestina de Fernando de Rojas.

     El humor es una modalidad de la literatura cómica relativamente joven, pues su uso literario sólo se generaliza en Europa a mediados del siglo XVIII, tras dejar de ser un exclusivo arte inglés. El humor, hijo del ingenio barroco y la sentimentalidad burguesa, es simbolizado a menudo en una sonrisa melancólica y llena de comprensión hacia las debilidades humanas. La risa se vuelve civilizada, se aburguesa, se ennoblece con un fondo filosófico y moral y convive con los buenos sentimientos: la ternura, la simpatía cordial, la tolerancia.

     Según Robert Escarpit, el humor funcionaría así en el interior de un grupo social concreto: primero, en la fase intelectual, irónica, ingeniosa, el humorista infringe o suspende provisionalmente una o varias evidencias sociales (hábitos mentales, preceptos morales, normas de convivencia social), que se transmiten a través del lenguaje, creando en ese grupo tal violación de sus reglas, desasosiego, tensión nerviosa o angustia. A continuación, en la fase de «rebrote humorístico», en una pirueta de color afectivo, el humorista tranquiliza al grupo recomponiendo el equilibrio roto, exorciza su angustia por medio de una complicidad fraternal hombre a hombre, le devuelve la seguridad, la confianza y la fe. El humor es, pues, antes que algo de naturaleza intelectual, asunto del corazón. El escritor humorista no mira a sus personajes ni en picado, desde arriba, viéndolos como muñecos, ni en contrapicado, desde abajo, viéndolos como héroes. Se coloca, en cambio, a la altura de su corazón, altura desde la cual puede fácilmente ponerse en el lugar de los otros y cambiar continuamente de punto de vista, de perspectiva.

     Hoy suele usarse humor como sinónimo de comicidad. A veces hallamos ambas palabras juntas, al mismo nivel, sirviendo entonces comicidad para la risa chistosa, -15- burda o grosera, la de las personas no demasiado cultivadas, y humor para la risa de las clases educadas, según su uso tradicional. Por presión desde abajo, las palabras humor o humorista están ampliando su tradicional significación, siendo usadas, además, sin ningún tipo de matización de índole clasista.

Risa y novela

      Por sus elementos de ficción, longitud y contextura, la novela es un género difícil para la risa si se quiere usar esta con continuidad. Dado que es imposible buscar hacer reír todo el tiempo, se impone una meticulosa dosificación. La novela juega a cargar y descargar sucesivamente en el lector la tensión, de manera que, cada vez que esta pierde de pronto importancia, surge la risa. Se suceden así una serie de culminaciones menores (clímax), a diferencia de lo que ocurre en chistes y anécdotas, que suelen tener solamente un punto de culminación. A la pura comicidad la novela prefiere lo jocoserio, la sabia mezcla de ironía, humor, sátira, etc., logrando así esa tonalidad que predispone a una recepción no ingenua ni acrítica sino divertidamente distanciada.

     La risa puede ser utilizada en la novela para desacralizar y desmitificar; atacar personas e instituciones, ideologías y creencias; manipular lúdicamente el lenguaje en todos sus niveles; burlarse de la institución literaria, sus géneros y sus leyes; refrenar el excesivo idealismo, romanticismo o sentimentalismo de los autores; abordar el diálogo entre civilizaciones, razas, religiones o clases sociales, desdramatizando situaciones tradicionalmente intocables; exponer fantasías especulativas; escapar a la angustia, la solemnidad excesiva y el anquilosamiento; revalorizar el juego y la libertad de imaginar; explorar las zonas-límite del idioma...
     La risa no suele cuajar en relatos extensos. Prefiere, lógicamente, el cuento, la novela corta, el artículo humorístico o el reconcentrado aforismo, ya que el ingenio, por definición, nunca es narrativo, al exigir permanentemente la sorpresa y huir de la monotonía y el uso mecánico de los recursos. La crítica suele señalar que las novelas cómicas no son verdaderas novelas, al faltarles una estructura unitaria. En efecto, es corriente en ellas la fragmentación de la línea narrativa en unidades pequeñas, en una suma de relatos breves, fáciles de disfrutar. El juego de ingenio adopta un aspecto atomizado y discontinuo: anécdotas y chistes se suceden apenas enhebrados en torno a unos personajes. Entremeses, cuentecillos, poemas jocosos, piececillas teatrales, todo cabe en estas obras misceláneas, verdaderos cajones de sastre, de estructura abierta, que podrían ser continuadas indefinidamente. También -16- se suele señalar la ausencia en ellas del tiempo novelesco, el cual suele ser sustituido por células temporales yuxtapuestas, sin conexión, que dan la sensación de artificiosa atemporalidad.
      La crítica no debería pedir a la novela cómica lo que esta no puede o no desea dar: artísticas descripciones, construcciones psicológicas de los personajes o excesiva «profundidad». Tampoco debería atosigar demasiado al escritor que se atreve a escribir una obra de tinte jocoso, como hizo con el Ramón J. Sender de La tesis de Nancy o el Eduardo Mendoza de los relatos El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas.
      Al escritor cómico le gusta jugar con la ilogicidad y lo inverosímil; pintar, con vertiginoso ritmo, el caos y la confusión, el desorden público, los tropiezos en cadena; mezclar los diversos discursos (político, religioso, sexual, erudito...); bromear con los lenguajes de los medios de comunicación, de la cultura de masas; amontonar incongruencias; jugar con la presentación tipográfica incluyendo dibujos, anuncios y carteles o dando una presentación llamativa a su labor (Juego de naipes de Max Aub se publicó en el estuche de una baraja de cartas); romper las expectativas del lector, las convenciones literarias, por medio de notas jocosas al pie de página, títulos y subtítulos irónicos, comentarios de tipo metaliterario, es decir, reflexiones desnudadoras del arte y los trucos del narrador; potenciar el componente oral, perdiéndose en locas digresiones y dándose a la charlatanería más desenfadada, a la manifestación de la lengua más viva, sin impedir el paso al lenguaje de la calle, a las jergas y las hablas más disparatadas, etc.
      Recurso básico para conseguir la risa en la novela es el sabio uso de la instancia literaria del narrador. Puede tratarse de un narrador no fiable, como el loco que cuenta su historia en las novelas de Eduardo Mendoza arriba citadas. O un narrador irónico, como tantos narradores omniscientes de las novelas del XIX: Clarín, por ejemplo, gusta de deslizar continuamente un demoledor comentario breve al pie de cada frase, actitud o gesto ironizados. O un narrador torpe que se hace el tonto, que finge ignorar los dobles sentidos de las palabras, que de los dos posibles escoge el más inocente dejando el más malicioso al lector. El narrador puede también jugar a ser alternativamente irónico y tierno, próximo y distante a la materia novelada: es muy moderno el juego de presentar un héroe humorístico (que cae simpático al lector, quien se identifica con él) y tornarlo a continuación un héroe cómico (ridiculizándolo, distanciándolo del lector).

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