jueves, 13 de marzo de 2025

3°1° y 3°2°

 


La casa de azúcar, de Silvina Ocampo

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.

En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.

Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.

– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.

Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.

-¿Cuándo te lo mandaste hacer?

Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?

-¿Con qué dinero lo pagaste?

-Mamá me regaló unos pesos.

Me pareció raro, Pero no le dije nada, para no ofenderla.

Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín – Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.

-¿Qué quiere? repitió dos veces.

-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.

-Los barriletes son juegos de varones.

-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.

Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.

-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.

-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?

-Bruto.

-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.

Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.

No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?

-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho.

-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.

-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?

-Bueno. Me quedaré con él

-Gracias, Violeta.

-No me llamo Violeta.

-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.

Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

-¿Te gustaría que me llamara Violeta?

-No me gusta el nombre de las flores.

-Pero Violeta es lindo. Es un color.

-Prefiero tu nombre.

Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro Me acerqué y no se inmutó.

-¿Qué haces aquí?

-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.

-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.

-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?

-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?

-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. «Ir y quedar y con quedar partirse.»

Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.

-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.

-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.

-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.

-No me fijo en esas cosas.

-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.

-He cambiado mucho,

-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.

-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio.

Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:

Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?

-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.

No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.

Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.

-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.

-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.

-Usted está mintiendo.

-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.

-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.

-No quiero escucharla.

Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.

No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!

Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:

Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.

A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:

-¿No vivía una tal Violeta?

Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.

Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.

Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.

De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.

Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.

Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.

Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.

-¿Usted es el marido?

-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.

-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.

-Quiere consolarme -le dije.

Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:

-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. «Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.»

Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:

-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?

Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.

Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.

Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

 Silvina Ocampo

 


El vestido de terciopelo, de Silvina Ocampo

Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!

Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!

Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos saludó:

–¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la colcha de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve –me tomó del mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende nuestra juventud.

Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!

–Señora, ¿quiere probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres. Me ordenó: –Alcanza de mi cartera los alfileres.

–¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa tanto.

La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.

–¿Para cuándo el viaje, señora? –le dijo para distraerla.

La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello. ¡Qué risa!

–El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.

–Sáquemelo, que me asfixio –exclamó la señora.

Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.

–¿Para cuándo será el viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.

–Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.

–Se va a París, ¿no?

–Iré también a Italia.

–¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.

La señora asintió dando un suspiro.

–Levante los dos brazos para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.

Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!

–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?

–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.

–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.

–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.

Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!

En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.

–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?

–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos enguantadas. ¡Qué risa!

–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.

Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.

–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.

–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.

La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda dijo melancólicamente:

–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!

–¡Qué risa!

 Silvina Ocampo

 

 

 

 

 

 

 

La liebre dorada

En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo. El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque, que aterra las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo, como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles Silvana Ocampo Cuentos Completos I 103 dar sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el campo. De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusamente. –¿Adónde vamos? –gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago. –Al fin de tu vida –gritaban los perros con voces de perros. Éste no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles, si permanece muda, frente a interlocutores mudos. Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera, donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa, tomaban café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso arrasaba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo, el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido, que conservó en su boca hasta el final de la carrera. La liebre les gritaba: –No corran tanto, no corran así. Estamos paseando. Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento. Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los perros. Éstos volvieron en sí. –¿Quién nos puso agua fría en la frente? –preguntó el perro más grande–, y ¿por qué no nos dio de beber? –¿Quién nos acarició con los bigotes? –dijo el perro más pequeño–. Creí que eran las moscas. –¿Quién nos lamió la oreja? –interrogó el perro más flaco, temblando. –¿Quién nos salvó la vida? –exclamó la liebre, mirando a todos lados. –Hay algo distinto –dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata. –Parece que fuéramos más numerosos. –Será porque tenemos olor a liebre –dijo el perro pila rascándose la oreja– . No es la primera vez. La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre. –¿Quién será ese que nos mira? –preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja. –Ninguno de nosotros –dijo el perro pila, bostezando. Silvana Ocampo Cuentos Completos I 104 –Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo –suspiró el danés atigrado. De pronto se oyeron voces que llamaban: –Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax. Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco. Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto huyó.

 

El sueño recurrente

[Poema - Texto completo.]

Silvina Ocampo

Llego como llegué, solitaria, asustada,
a la puerta de calle de madera encerada.

Abro la puerta y entro, silenciosa, entre alfombras.
Los muros y los muebles me asustan con sus sombras.

Subo los escalones de mármol amarillo,
con reflejos rosados. Penetro en un pasillo.

No hay nadie, pero hay alguien escondido en las puertas.
Las persianas oscuras están todas abiertas.

Los cielos rasos altos en el día parecen
un cielo con estrellas apagadas que crecen.

El recuerdo conserva una antigua retórica,
se eleva como un árbol o una columna dórica,

habitualmente duerme dentro de nuestros sueños
y somos en secreto sus exclusivos dueños.

Lecciones de la metamorfosis

[Poema - Texto completo.]

Silvina Ocampo

Nube que miras en lo alto del cielo
mi condición humana y modificas
las formas de tu cuerpo y de tus caras:
si alguna vez he visto deshacerse
tu cuerpo de caballo o de sirena,
tus ojos y tu pelo cruel de Erinia,
tus vírgenes perdidas con un ángel
entre las sombra de una playa inmensa,
el velero que se hunde en la tormenta
o un frágil ciervo entre las rosas de oro
de un antiguo poniente indescifrable;
si alguna vez he visto desmembrarse
un reino donde no gobierna nadie,
un templo en que quedaron misa rodillas
prosternadas al pie de un muro blanco,
tan blanco que hasta el sol pierde su faz,
sabrás que sos mi lecho cuando duermo,
que tus lecciones de metamorfosis
he querido seguir hasta la muerte
entregándote toda mi esperanza.

Los delfines

[Poema - Texto completo.]

Silvina Ocampo

Los delfines no juegan en las olas
como la gente cree.
Los delfines se duermen bajando hasta el fondo del mar.
¿Qué buscan? No sé.
Cuando tocan el fin del agua
despiertan bruscamente
y vuelen a subir porque el mar es muy profundo
y cuando suben ¿qué buscan? No sé.
Y ven el cielo y les vuelve a dar sueño
y vuelven a bajar dormidos,
y vuelven a tocar el fondo del mar
y se despiertan y vuelen a subir.
Así son nuestros sueños.

Presentimiento

[Poema - Texto completo.]

Silvina Ocampo


Durante muchos días me seguiste.
En el canto del pájaro, en las sombras,
en las modulaciones del espacio:
aprendí a conocerte.
Yo sentía tu luz atravesarme
como una flecha de oro envenenada.
Te desobedecía arrepentida.
Me hablabas en secreto.
En los espejos rotos, en la tinta
azul de los cuadernos que dejabas
sobre la mesa de mi dormitorio.
Yo temblaba al mirarte, yo temblaba
como tiemblan las ramas reflejadas
en el agua movida por el viento.
Ahora que conozco tus señales,
tu piel y tus orejas, tu semblante,
no trataré de desobedecerte,
y me arrodillaré frente a tu imagen,
implacable sibila que me sigues.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Los textos explicativos o expositivos

 

Los textos explicativos o expositivos tienen el objetivo de proporcionar información sobre un tema y hacerla entendible para sus interlocutores. Por eso tienen una función referencial y habitualmente se los usa para aprender. Son textos expositivos todos los que están incluidos en los manuales de estudio, pero también lo son las clases de los maestros y profesores, las notas sobre ciencia de los diarios o las entradas de un diccionario on-line.

Los textos explicativos siempre responden a una pregunta que puede estar o no explicitada dentro del texto. Por ejemplo ¿por qué vuelan los aviones?, ¿cómo se calcula la densidad de población de un país? o ¿qué es un meteorito?

Para dar respuesta a estos interrogantes, en estos textos se utilizan estrategias explicativas como la definición, la ejemplificación, y la reformulación. Además, la información que contienen puede organizarse a través de diversas secuencias explicativas: descriptiva, comparativa, problema-solución, causal. En el desarrollo de esta unidad conoceremos más sobre estos temas.

Como en un texto expositivo se pueden explicar temas de todas las áreas del conocimiento, cada texto utiliza un vocabulario específico de la disciplina con la que se vincula. Por ejemplo, las palabras "ángulo", "bisectriz" o "rectángulo" pertenecen a la Geometría.

El siguiente cuadro resume todas las características que mencionamos:

Los textos explicativos y expositivos utilizan recursos, son herramientas para entenderlos mejor.




Momento de lectura.

¡Qué lindo es leer!

Les comparto en el link el libro de Horacio Quiroga "Cuentos de la selva"

Siempre es bueno releer los cuentos porque nos dejan nuevas interpretaciones. Las moralejas de estos cuentos se resignifican con cada lectura. Este es un buen momento para leer, solo/a o en familia.



http://nuestraescuela.educacion.gov.ar/wp-content/uploads/2018/08/Cuentos-de-la-selva.pdf 

martes, 17 de marzo de 2020

Relatos épicos.

Características de los relatos épicos:

  • DEFINICIÓN:
    La épica es un género literario en el cual el autor presenta hechos legendarios, elementos imaginarios y que generalmente quiere hacerse pasar por verdaderos o basados en la verdad o lo cierto, o ligados en todo caso a un elemento de la realidad, o ficticios desarrollados en un tiempo y espacio determinados. El autor usa como forma de expresión habitual la narración, aunque pueden darse también la descripción y el diálog.En algunos casos, la épica no es escrita, sino contada oralmente por los rapsodas.
  • CARACTERÍSTICAS:
    1. Pueden basarse en hechos verdaderos.
    2. La narración se realiza en pasado.
    3. El narrador puede aparecer en la obra o no. No está siempre presente.
    4. La forma que se utiliza preferentemente en la obra literaria épica o narrativa, es la prosa o el verso largo.
    5. Tiende a incluir los demás géneros (lírico, dramático, didáctico), razón por la cual suele ser de mayor extensión.
    6. Puede ser de dos formas: directa e indirecta.
    7. También puede ser de carácter ideológico.
    8. Mezcla lo real con lo fantástico.
    9. Magnificación de la figura del héroe, a través de las hazañas que realiza.
  • CLASIFICACIÓN:
    De acuerdo a su importancia y a la extensión la épica se clasifica en :
  • Epopeya.
  • Poema épico menor.
  • Poema épico.
  • Himno épico.

El Martin Fierro los dos libros recitados completo

Tomar conciencia...un poco de música!

La imaginación ante todo!!!




1°1° y 1°3°

Textos de la autora Liliana Bodoc https://labibliodevicky.wordpress.com/wp-content/uploads/2021/06/bodoc-liliana-la-mejor-luna.pdf   https:/...