Textos de la autora Liliana Bodoc
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La casa de azúcar, de Silvina Ocampo
Las supersticiones no
dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de
tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre
grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando
nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se
rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul,
que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas.
Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le
insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche
de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz
de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de
muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba
sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran
personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar
frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la
casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no
podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos
frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me
parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme
seriamente. Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo,
pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría
sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le
amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor).
Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más
alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban
alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca,
que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía
teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién
construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que
después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve
que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar
ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:
¡Qué diferente de los
departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá
influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos
casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del
dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos
de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira,
pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con
ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la
tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado
telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el
teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que
llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la
inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado,
nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro
divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a
vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de
las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué?
(con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto
y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que
ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de
calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.
Una mañana temprano
golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer
protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré
a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
– Acaban de traerme
este vestido me dijo con entusiasmo.
Subió corriendo !as
escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
-¿Cuándo te lo mandaste
hacer?
Hace tiempo. ¿Me queda
bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?
-¿Con qué dinero lo
pagaste?
-Mamá me regaló unos
pesos.
Me pareció raro, Pero
no le dije nada, para no ofenderla.
Nos queríamos con
locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina
por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en
triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía
apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas
batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa
con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor,
en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con
vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo
de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un
perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina
le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color
del pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre
Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía
el paladar negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de
improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en
el jardín – Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz
de Cristina.
-¿Qué quiere? repitió
dos veces.
-Vengo a buscar mi
perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que
se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron,
llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con
ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa
para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos;
las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo
ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por
teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.
-Los barriletes son
juegos de varones.
-Los juguetes no tienen
sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía la
ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese
barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted
estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en
usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me
regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a
vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo
aquí.
Hace tres meses que
vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará
confundida.
-Yo la había imaginado
tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido
estuvo de novio con usted.
-No estuve de novia
sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
-Bruto.
-Lléveselo, por favor.
antes que me encariñe con él.
Violeta, escúcheme. Si
llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un
departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a
pasear.
No me llamo Violeta.
¿Qué edad tiene?
-¿Bruto? Dos años.
¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo
quiero mucho.
-A mi marido no le
gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.
-No se lo diga,
entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza
Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la
esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente
de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto.
¿Me hará el favor de quedarse con él?
-Bueno. Me quedaré con
él
-Gracias, Violeta.
-No me llamo Violeta.
-¿Cambió de nombre?
Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.
Oí el ruido seco de la
puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir
de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado
la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a
devorarme Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que
la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de
esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina
descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio.
Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa
Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía
no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando
al perro, un día Cristina me preguntó:
-¿Te gustaría que me
llamara Violeta?
-No me gusta el nombre
de las flores.
-Pero Violeta es lindo.
Es un color.
-Prefiero tu nombre.
Un sábado, al
atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto
de fierro Me acerqué y no se inmutó.
-¿Qué haces aquí?
-Estoy curioseando. Me
gusta ver las vías desde arriba.
-Es un lugar muy
lúgubre y no me gusta que andes sola.
-No me parece tan
lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?
-¿Te gusta el humo
negro de las locomotoras?
-Me gustan los medios
de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. «Ir y quedar y con quedar
partirse.»
Volvimos a casa.
Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le
hablé.
-Podríamos tal vez
comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este
barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos
lugares.
-No creas. Tenemos muy
cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las
estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos,
viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-No me fijo en esas
cosas.
-Antes no querías
sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-He cambiado mucho,
-Por mucho que hayas
cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con
leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero
eso no quiere decir nada.
-No te comprendo -me respondió
Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al
odio.
Durante días, que me
parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes
pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente
negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina:
Si descubriéramos que
esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de
aquí?
-Si una persona hubiera
vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar
que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el
azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me
infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo.
Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba
a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.
Una mañana sonó el
timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina.
Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la
abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies
tan grandes que eché a reír.
-Si usted vuelve a ver
a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.
-No sé quién es Daniel
y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.
-Usted está mintiendo.
-No miento. No tengo
nada que ver con Daniel.
-Yo quiero que usted
sepa las cosas como son.
-No quiero escucharla.
Cristina se tapó las
orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De
cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un
hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer;
como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.
No comentamos el
episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios
hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos,
insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a
Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque
formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca
había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o
cocinaba o cerraba las persianas!
Un día en que oí a
Cristina exclamar con un aire enigmático:
Sospecho que estoy
heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los
aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no
sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba,
todos los detalles de su vida.
A media cuadra de
nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel,
cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la
vendedora de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y
curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y
lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el
pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos
vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente
le dije:
-¿No vivía una tal
Violeta?
Me contestó cosas muy
vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el
almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio
frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que
no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera
afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fingí de nuevo no
haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.
De tanto averiguar
detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.
Fui al sanatorio
frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la
dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren
en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me
entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia
López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de
calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de
un piano, que parecía más bien un organillo.
Alta, delgada,
aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en
la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente
-le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus
innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-.
Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de
Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya
sido pura, fiel, buena.
-Quiere consolarme -le
dije.
Ella, oprimiendo mi
mano con su mano húmeda, contestó:
-Sí. Quiero consolarlo.
Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo,
fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme.
Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de
envidia. Repetía sin cesar. «Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy
caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella;
los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de
ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos
abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor
imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los
trenes alejarse.»
Arsenia López me miró
en los ojos y me dijo:
-No se aflija.
Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la
hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me
alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse
de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina
se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas,
para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi
como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue
víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.
Silvina
Ocampo
El vestido de terciopelo, de Silvina
Ocampo
Sudando, secándonos la
frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de la Recoleta, llegamos a
esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa!
Subimos en el ascensor
al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería salir, pues mi vestido
estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar la colcha de mi
camita. Tocamos el timbre, nos abrieron la puerta y entramos. Casilda y yo, en
la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y nuestros viajes
a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al barrio norte, que
queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de agua a la sirvienta
para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina cayó al suelo
con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Subimos una escalera
alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, que nos hizo pasar
al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre fue un martirio para
mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes blancos y había espejos
con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la señora llegara del cuarto
contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con voces diferentes. Entró
su perfume y después de unos instantes, ella con otro perfume. Quejándose, nos
saludó:
–¡Qué suerte tienen
ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay hollín, por lo
menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la colcha de mi cama.
¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un campo de nieve –me tomó del
mentón y agregó–: No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz! Ocho años
tienes, ¿verdad? –y dirigiéndose a Casilda, agregó–: ¿Por qué no le coloca una
piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros hijos depende
nuestra juventud.
Todo el mundo creía que
mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
–Señora, ¿quiere
probarse? –dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba prendido con alfileres.
Me ordenó: –Alcanza de mi cartera los alfileres.
–¡Probarse! ¡Es mi
tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz sería! Me cansa
tanto.
La señora se desvistió
y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.
–¿Para cuándo el viaje,
señora? –le dijo para distraerla.
La señora no podía
contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo detenía en el cuello.
¡Qué risa!
–El terciopelo se pega
mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito de talco.
–Sáquemelo, que me
asfixio –exclamó la señora.
Casilda le quitó el
vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de desvanecerse.
–¿Para cuándo será el
viaje, señora? –volvió a preguntar Casilda para distraerla.
–Me iré en cualquier
momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando quiere. El vestido tendrá
que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco, limpio y brillante.
–Se va a París, ¿no?
–Iré también a Italia.
–¿Vuelve a probarse el
vestido, señora? En seguida terminamos.
La señora asintió dando
un suspiro.
–Levante los dos brazos
para que pasemos primero las dos mangas –dijo Casilda, tomando el vestido y
poniéndoselo de nuevo.
Durante algunos
segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que resbalara sobre
las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Finalmente
consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora descansó
extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el espejo. ¡El
vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas negras
brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola en
el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó a
colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo
tocaba el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave
cuando la pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis
dientes. Los alfileres caían sobre el piso de madera y yo los recogía
religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que
no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo Casilda, dejando caer
un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El
terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como las flores: uno
tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es
tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor
preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor me descompongo. El
terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me erizaban los guantes de
hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo otro género
comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces me repugne.
¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo negro! Ni
un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de
más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de
hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también. Casilda tomó un
diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la detuvo,
pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos
de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados, tal vez? El
silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No
corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de
contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora
volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El
dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún
defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió
a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas arrugas de
género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me
dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo, ¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí
que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con manos
enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el
vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a
quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos. Forcejeó
inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el vestido.
–Tendré que dormir con
él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido y el dragón que
temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el terciopelo, pero
pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir? Deberían hacerse
vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda
natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo
y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo hasta que el dragón
quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un animal. Casilda
dijo melancólicamente:
–Ha muerto. ¡Me costó
tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!
Silvina
Ocampo
La
liebre dorada
En el seno de la tarde,
el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada.
Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que
la distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma
caprichosa de sus orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros
los hombres llamamos personalidad. Las innumerables transmigraciones que había
sufrido su alma le enseñaron a volverse invisible o visible en los momentos
señalados para la complicidad con Dios o con algunos ángeles atrevidos. Durante
cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el mismo lugar del campo;
con las orejas erguidas escuchaba algo. El ruido ensordecedor de una catarata
que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque, que
aterra las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el
antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de
templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros
alcanzaban cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más
sagaz. Un día se detuvo, como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique
sobre los árboles, sin permitirles Silvana Ocampo Cuentos Completos I 103 dar
sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían
enloquecidos por el campo. De un salto seco, la liebre cruzó el camino y
comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusamente. –¿Adónde
vamos? –gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago. –Al fin de tu vida
–gritaban los perros con voces de perros. Éste no es un cuento para niños,
Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete años y
que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la liebre,
que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los
ángeles, si permanece muda, frente a interlocutores mudos. Los perros no eran
malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre
penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una
pradera, donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había
cuatro estatuas de las estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas
personas, alrededor de una mesa, tomaban café. Las señoras dejaron las tazas,
para ver la carrera desenfrenada que a su paso arrasaba con el mantel, con las
naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las botellas de vino.
El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo, el
perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el
quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría,
corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda
vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En
la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a
través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último
puesto. Los perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados.
En ese momento empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban
a medida que aceleraban o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de
levantar un alfajor o algo parecido, que conservó en su boca hasta el final de
la carrera. La liebre les gritaba: –No corran tanto, no corran así. Estamos
paseando. Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento. Los
perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las
lenguas afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura
relampagueante, se acercó a ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso
sobre la frente de cada uno de los perros. Éstos volvieron en sí. –¿Quién nos
puso agua fría en la frente? –preguntó el perro más grande–, y ¿por qué no nos
dio de beber? –¿Quién nos acarició con los bigotes? –dijo el perro más
pequeño–. Creí que eran las moscas. –¿Quién nos lamió la oreja? –interrogó el
perro más flaco, temblando. –¿Quién nos salvó la vida? –exclamó la liebre,
mirando a todos lados. –Hay algo distinto –dijo el perro atigrado, mordiéndose
minuciosamente una pata. –Parece que fuéramos más numerosos. –Será porque
tenemos olor a liebre –dijo el perro pila rascándose la oreja– . No es la
primera vez. La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una
postura de perro. En algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre.
–¿Quién será ese que nos mira? –preguntó el danés negro, moviendo una sola
oreja. –Ninguno de nosotros –dijo el perro pila, bostezando. Silvana Ocampo
Cuentos Completos I 104 –Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo
–suspiró el danés atigrado. De pronto se oyeron voces que llamaban: –Dragón,
Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax. Los perros salieron corriendo y la liebre
quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió el hocico tres o
cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco. Dios o algo parecido a Dios
la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto huyó.
El sueño recurrente
[Poema -
Texto completo.]
Silvina Ocampo
Llego como llegué, solitaria,
asustada, Abro la puerta y entro,
silenciosa, entre alfombras. Subo los escalones de mármol
amarillo, No hay nadie, pero hay alguien
escondido en las puertas. Los cielos rasos altos en el
día parecen El recuerdo conserva una
antigua retórica, habitualmente duerme dentro de
nuestros sueños |
Lecciones de la
metamorfosis
[Poema -
Texto completo.]
Silvina Ocampo
Nube que miras en lo alto del
cielo |
Los delfines
[Poema -
Texto completo.]
Silvina Ocampo
Los delfines no juegan en las
olas |
Presentimiento
[Poema -
Texto completo.]
Silvina Ocampo
Durante muchos días me
seguiste. |
Los
textos explicativos o expositivos tienen el objetivo de proporcionar
información sobre un tema y hacerla entendible para sus interlocutores. Por eso
tienen una función referencial y habitualmente se los usa para aprender. Son
textos expositivos todos los que están incluidos en los manuales de estudio,
pero también lo son las clases de los maestros y profesores, las notas sobre
ciencia de los diarios o las entradas de un diccionario on-line.
Los
textos explicativos siempre responden a una pregunta que puede estar o no
explicitada dentro del texto. Por ejemplo ¿por qué vuelan los aviones?, ¿cómo
se calcula la densidad de población de un país? o ¿qué es un meteorito?
Para
dar respuesta a estos interrogantes, en estos textos se utilizan estrategias
explicativas como la definición, la ejemplificación, y la reformulación.
Además, la información que contienen puede organizarse a través de diversas
secuencias explicativas: descriptiva, comparativa, problema-solución, causal.
En el desarrollo de esta unidad conoceremos más sobre estos temas.
Como
en un texto expositivo se pueden explicar temas de todas las áreas del conocimiento,
cada texto utiliza un vocabulario específico de la disciplina con la que se
vincula. Por ejemplo, las palabras "ángulo", "bisectriz" o
"rectángulo" pertenecen a la Geometría.
El
siguiente cuadro resume todas las características que mencionamos:
Los textos explicativos y expositivos
utilizan recursos, son herramientas para entenderlos mejor.
¡Qué lindo es leer!
Les comparto en el link el libro de Horacio Quiroga "Cuentos de la selva"
Siempre es bueno releer los cuentos porque nos dejan nuevas interpretaciones. Las moralejas de estos cuentos se resignifican con cada lectura. Este es un buen momento para leer, solo/a o en familia.
http://nuestraescuela.educacion.gov.ar/wp-content/uploads/2018/08/Cuentos-de-la-selva.pdf
Textos de la autora Liliana Bodoc https://labibliodevicky.wordpress.com/wp-content/uploads/2021/06/bodoc-liliana-la-mejor-luna.pdf https:/...